El inicio de la Cuaresma pone de manifiesto la fragilidad humana reflejada en las tentaciones de Jesús en el desierto (cf. Mat 4,1-11). El hombre no se da la vida a si mismo, sino que la recibe de un acto creador de Dios: “moldeado de arcilla” y por “el soplo divino” (cf. Gn 2,7). Esa misma naturaleza, tan débil, es asumida por el Verbo Encarnado y sufre en ella, los mismos engaños básicos del maligno, como cualquier otro ser humano: la necesidad de alimentos (cf. Mt 4, 3-4), la afectividad (cf. Mt 4, 5-7) y el afán de riquezas (cf. Mt 4,8-11). Reconocemos como tentación, a todo aquello, bueno o malo en sí mismo, que en un momento dado tiende a separarnos del amor de Dios. Así pues, cuando absolutizamos: Pan, cariño, dinero, ello nos aleja de la voluntad divina y nos hace esclavos de nuestra propia historia. No hay lugar privilegiado donde el hombre no pueda ser seducido por el mal.
Ahora bien, si el Hijo de Dios fue probado, nosotros debemos contar con la tentación como algo innato en nuestra naturaleza, que hace de la vida un continuo combate: entre la de configurarnos según el mensaje de Jesús, o bien siguiendo los esquemas del mundo. Si Cristo salió victorioso de las tentaciones, nosotros encontraremos en Él, una seguridad de que la gracia del Señor es más fuerte que las argucias del diablo (cf. Rom 5,15-18). Dios no permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas. Dice san Beda: “Es imposible que no sea tentada el alma humana; por ello: Orad no para que no seis tentados, sino para que no entréis en tentación. Esto es, para que no seáis vencidos”.
Cuando ganamos “la partida” a las tentaciones cotidianas, entonces demostramos el verdadero amor al Señor y al prójimo. Para alcanzar este fin, hemos de vivir en humildad, huir de las malas ocasiones, intensificar la piedad, la oración, el ayuno y la limosna. La superación de cualquier prueba o adversidad, robustece el alma, madura el uso de la libertad personal y aumenta la gracia santificante. La espiritualidad cuaresmal nos ofrece una terapia para superar las debilidades humanas.
Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España